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COMPROMETIDOS CON EL PENSAMIENTO INDEPENDIENTE

ACTUALIDAD

Por Nilson Zepeda Desde Montreal

LA VOCACIÓN BAJO CERO

Escuela Normal, Madre-Perla, que la luz de tu antorcha jamás abandone mi espíritu…”

Matías Celedón.


El reloj despertador sonó a la medianoche en punto.  Matías Celedón se levantó automáticamente y se fue a la ducha. Después, arregló su cama, corrió la cortina y miró hacia afuera: nevaba; el viento azotaba furiosamente las ramas de los árboles contra la ventana. Encendió el televisor que le habían regalado unas monjas, donde leyó la temperatura en el exterior: 25 grados Celsius bajo cero, con el factor viento. Se preparó un chocolate caliente y lo bebió, mientras se vestía: calzoncillos largos, calcetines de lana, pantalón y camisa muy gruesos, botas con chiporro, chaqueta larga de doble forrado, bufanda, gorro de encapuchado y guantes. Así, su apariencia, al más puro estilo esquimal, enseñaba sólo los ojos, literalmente. Y salió a la calle para enfrentar el nuevo desafío laboral.

El profesor Celedón había llegado a Montreal, Canadá, sólo tres meses antes, como refugiado político. Por lo que estaba viviendo su proceso de adaptación a ese país con leyes muy solidarias y respetuosas de la inmigración, pero también con inviernos largos y extremadamente rigurosos. Había escapado a las garras de una dictadura abominable, y ese hermoso país del extremo norte de América, le estaba abriendo las puertas para devolverle la condición de persona, de ser humano, que la dictadura infame le había arrebatado completamente. En su país de origen, Chile, había desempeñado siempre su profesión de educador, cursando su formación pedagógica en la Escuela Normal de Copiapó, su Madre-Perla, como diría tantas veces en conversaciones con otros refugiados como él.

 Cerca de la 1:00 de la madrugada,  Celedón abrió la puerta de calle del apartamento que compartía con tres compañeros. Inmediatamente sintió el viento polar que traspasó el gorro de encapuchado, penetrando en su cabeza como alfileres de hielo. Su primera reacción fue volver al apartamento y “mandar todo a la puta madre”, como pensó. Pero no pudo. Tenía en su país compromisos económicos ineludibles, especialmente con su familia, cuyos hijos pequeños y su esposa dependían de él y, sobre todo por sus niños, que no comprendían por qué el papá había tenido que partir abruptamente y tan lejos del hogar. La tempestad de viento y nieve había comenzado por la tarde y cuando puso sus pies en la calle, el espesor blanco ya le cubría hasta las rodillas. Su jornada de trabajo comenzaba a las 03:30 de la madrugada. Y con esa tempestad, no había buses ni taxis en servicio. Sólo quedaba caminar la noche con la esperanza de llegar oportunamente a destino. Una de las cosas difíciles del invierno cerca del polo, es abrirse paso en la nieve, más aún cuando hay viento en contra que azota el rostro e impide avanzar. Es extenuante, gélido y derechamente desalentador.

Matías Celedón trabajaba en el centro de la ciudad, limpiando pisos, baños y lavando vasos en el restaurant-discoteca “Sir. Winston Churchill”, a unos 5 kilómetros de donde vivía. Con esa tempestad y viento en contra, tardaría por lo menos 2 horas en llegar.  Tomó la calle Sherbrooke, que  atraviesa toda la isla de Montreal, de Este a Oeste. Se fue calculando que caminaba por la vereda, pero no era evidente, a pesar del alumbrado público operativo. Poco a poco fue logrando cierto ritmo, pero sentía que la nieve empezaba a colarse por su cuello. El viento ululaba en los árboles como himnos del infierno, aumentando la soledad y el frío implacable. De pronto llegó al Parque Maisonneuve, inmenso territorio recreativo, que ahora le pareció un blanco esperpento sin alma. Al frente, el Stade Olympique, esa tortuga gigante para espectáculos deportivos, también cubierta de nieve y soledad. Calculó que había caminado unos 45 minutos. No sentía los pies ni las manos, aún con el esfuerzo desplegado. Tampoco sentía los músculos faciales ni las orejas; sólo el vapor de su respiración le entibiaba la nariz. No miraba al cielo, para evitar que más nieve entrara por su cuello. Las potentes luces del alumbrado público intensificaban el blancor de la nieve, obligándole a entrecerrar los ojos. No había amiga luna, ni amigas estrellas. La violencia del viento azotaba su rostro como un látigo polar. De súbito, una ardilla perdida cruzó velozmente a tres metros de sus botas mojadas, se aferró a un árbol y trepó, hasta perderse entre las ramas macilentas. El hombre se alegró; al menos otro mamífero respiraba en esa madrugada tempestuosa. Trató de encender un  cigarrillo, pero sus dedos congelados no pudieron ayudarle. Y el cigarrillo  intacto y los deseos de fumar, tuvieron su sepultura blanca. Ni la tempestad ni el viento aminoraban, pero había que continuar la cruzada.

Mucho más adelante, un letrero de hermoso  diseño sobre un amplio portal, decía “École Primaire Le Petit-Prince”. Era un edificio inmenso, de construcción sólida que, inexplicablemente, a esa hora y en esas condiciones climáticas, estaba completamente iluminado. Las salas de clases y los extensos campos deportivos transformaron al refugiado caminante en profesor caminante. La emoción de sus recuerdos había vencido a las circunstancias. Como un bulto blanco más avanzó hasta el portal. Para entonces, ya había caído  en el embeleso. Más que el frío, pudo  la fuerza y el amor por su vocación de maestro. Esa escuela canadiense abrió la fontana de su memoria, que le trasladó hasta Potrerillos, el histórico campamento minero donde comenzó su labor educativa, en la  imborrable Escuela Coeducacional #6. Corría el mes de marzo de 1968. Apenas unos meses antes, Celedón había logrado su título de Profesor Primario Rural. “El señor Gómez me dio un primer año D” –recordó, entibiando sus manos con el soplo de su aliento. “Tuve que poner una tabla entre banco y banco, para sentar a otro angelito, me acuerdo”. Y pasaron por su mente los rostros de muchos de sus primeros alumnos, con nombres y apellidos, de sus colegas y amigos, de algunos apoderados. Que sus alumnos le llamaran PROFESOR, le abrió el firmamento. Porque él –lo que tampoco olvidaría jamás- había sido siempre un niño-obrero agrícola. Y ahora era el agente responsable de verter en sus alumnos toda la savia normalista aprehendida en los seis años de formación: que educar es también encender la luz del alma; es abrirle puertas y ventanas a la vida; otorgar herramientas para caminar sin tropiezos evitables. Que educar es enseñar a limar el espíritu, a construir valores y vivirlos; que educar es enseñar la solidaridad, la fraternidad, el amor por la vida y por los semejantes. Que educar es también ayudar al alumno a construir su propia visión de mundo. “Educar es comprender y aceptar que la entrega de conocimientos es una importante herramienta en la formación de un ser humano, pero no la única”, le había escuchado a su profesor de didáctica general, en aquellos tiempos. Esto y mucho más le había encomendado su Escuela Normal.

Seguía nevando, aunque el viento había disminuido. Desde su mundo blanco, volvió a observar las salas de clases. Imaginó al profesor en su trabajo formativo; a los alumnos escuchando, tomando notas, preguntando. Él mismo se sintió en el aula, con ropa seca, dramatizando explicaciones para facilitar el aprendizaje. Escuchó de nuevo que le llamaban “señor Celedón”, hasta que el zarpazo de un trueno lo devolvió violentamente a la realidad: afuera de esa escuela lujosa era un refugiado, un anónimo limpia-pisos que debía llegar a su trabajo aplastando la nieve, conversando con sus recuerdos, llorando las emociones. Un antiguo tema de música popular llegó a su recuerdo: “Dicen que los hombres no deben llorar…”, pero lo detuvo de inmediato: “¡la dignidad mancillada por un cuchillo traidor, duele mucho más que un llanto, mierda…! Mojado hasta los huevos, solo y con 25 grados bajo cero, bienvenido sea el llanto…! –dijo-  con la poca voz que le quedaba. Y retomó su paso cansino, su respiración atropellada y un interminable desfile de geniecillos palpitando en su cerebro. 

   “Al menos la ardilla supo encontrar su casa”, pensó, mientras la nieve ya era hielo crepitando bajo sus botas inundadas. Es claro, a la ardilla le habían enseñado cómo llegar rápidamente a su guarida. Comprobó que la enseñanza tiene un rasgo instintivo, pero también intuitivo, emotivo y racional.

Eran las 03:10 de la madrugada cuando Matías Celedón llegó al restaurant-discoteca. Disponía de poco tiempo para iniciar su trabajo. Al entrar, le envolvió un vaho caliente de olores humanos, humo de cigarrillos, licores y música estridente. Caminó entre hombres y mujeres que estaban al borde de la borrachera, y dio una mirada al piso: estaba convertido en un lodazal de barro, colillas de cigarrillos y otros desechos. Pero era lo normal, en invierno. Los clientes de las discotecas no limpian sus zapatos al entrar, y la nieve se funde con los desplazamientos y el calor interior. Ardua tarea le esperaba. Subió hasta su “locker”, se quitó la ropa empapada y tomó una ducha bien caliente, “p’a calentar los huesos, las patas y el poto” – dijo,  con un mutis por sonrisa. Después, vistió el uniforme, peinó su cabello y bajó hasta la primera máquina de café. Se sirvió un  expresso doble y se arrellanó en un sillón para beberlo, acompañándolo con un cigarrillo, mientras los últimos clientes abandonaban las pistas a regañadientes, como siempre. Pero los más osados, sin distinción de género, salían en andas, “invitados” por los brazos poderosos de los guardias de seguridad.

  A las 03:30 el local se durmió en un silencio interrumpido sólo por el equipo de aseadores. Al chileno Celedón le correspondía el primer piso y el baño de mujeres. No cabía duda: pocos lugares son más inmundos que los baños de mujeres en las discotecas… Pero, a fin de cuentas, ya estaba allí; no podía darse el lujo de echar pie atrás. Habló con el capataz – un chileno lame-botas del patrón-  y comenzó su labor recogiendo botellas, vasos, cajetillas de cigarrillos (algunas casi llenas): “es que el trago es bondadoso, hermano” –se habló con entusiasmo, pues él era un fumador habitual.

 Ahora “sudaba la gota gorda” pasando el trapero  con fuerza, para arrastrar el barro de nieve. Ya no fue el frío que le paralizó brazos y hombros, sino el esfuerzo titánico para dejar los pisos de las pistas de baile como espejos, en 45 minutos. Trapeaba, trapeaba, con los brazos agarrotados, mientras volvió a pensar en sus profesores y compañeros de la Normal, en sus profesores y compañeros de carrera de la Universidad, años más tarde. Pero cuando recordó a sus hijos, ya el torrente emocional explosionó en su pecho y no pudo contener sus lágrimas. Sin embargo, era un llanto de orgullo, de placer por el deber cumplido con ellos, cada mes, infaltablemente. El fregar pisos, el limpiar baños, el lavar vasos, el luchar con los innumerables sacos de basura –suciedad toda producida por otros- le robusteció el espíritu, porque era también una forma de aprendizaje. Y se felicitó de no haber escondido la cabeza bajo el ala, adornando la alfombra para que también la pisoteara la dictadura. En esos precisos momentos en que se sentía un nadie, un refugiado anónimo que no sabía hablar, leer ni escribir, emergió nuevamente, y con altivez, “el señor Celedón”, el hombre que había elegido la profesión más gratificante inventada por el género humano: SER EDUCADOR. Para él no era relevante que los canadienses ignoraran su nombre y le llamaran con el híbrido vocablo “amigo”, desprovisto de toda semántica afectiva, sino más bien por comodidad y menosprecio. Para ningunear, dicen. Pero la convicción más nítida que le asistió, mientras limpiaba los baños de mujeres, fue que, más temprano que tarde, volvería a entrar al  aula con el corazón robustecido, para mostrar a otros seres humanos las bisagras más rechinantes que la vida le había puesto en el camino. Y que la verdadera vocación de servir a los demás, se viste siempre con ropajes capaces de vencer cualquier temperatura bajo cero.

 Con los baños de mujeres terminó la primera parte de su trabajo. Eran las 05:40 del nuevo día. Era también la hora de su pausa reglamentaria. Sirvió un segundo café y sacó un cigarrillo. Pero antes de encenderlo llevó instintivamente la mano a su bolsillo, abrió la billetera y vio la fotografía de su familia. Un hormigueo presuroso le bajó por la espalda. Y se increpó:

¡Ya vas a llorar de nuevo; canta mejor, viejo Celedón…, Celedonito…, Celellorón…!

Afuera la tempestad había amainado. Y en el corazón del maestro, también.

Promoción 1967


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